24 de enero de 2011

II

Toda mi vida, desde el día en que nací, ha sido parte de la política de mis padres - Isabel de Castilla y Fernando de Aragón. Que en paz descansen, los Reyes Cátolicos, los sirvientes de Dios y los soberanos del hombre. No obstante, en mis memorias debo incluir tanto sus méritos como equivocaciones, que hasta ahora me persiguen.

Nací en Toledo, el 6 de noviembre anno domini 1479. Al ver mi mirada por primera vez los padres encontraron en mi rostro la cara de mi abuela paterna - Juana Enríquez. Desde entonces mi madre siempre me llamaba “mi suegra”. Ahora, sentada en la cama en el faldón de la torre, me pregunto que si alguna vez había querido oírla decir: “Duerme tranquila, mi hija querida”. Aunque nunca me faltaba el cuidado paternal, mi madre ocupada por los asuntos políticos, no tenía tiempo para entenderme de verdad. Ahora siento que hasta su muerte había sido sólo un reflejo físico de su suegra y un peón en su juego complejo de la política matrimonial. Sin embargo Isabel nunca había conocido a verdadera Juana, su hija, que tan intensamente deseaba su comprensión.

Pasé mi infancia educada por Andrés de Miranda y Beatriz Galindo. Éstos me aseguraron una sólida formación religiosa y toda la educación nesecaria para la princesa española. Mientras aprendía los modales protocolarios, observaba los sucesos de mis padres. En el año 1492, en nombre de Dios, conquistaron la última ciudad de moros y yo, cumpliendo mis 13 años, me sentí un testigo de la historia.

Desde entonces soñé en el silencio de mi corazón con ser no sólo un testigo pero también un creador. Desgraciadamente eso no era mi destino. Aunque la fortuna me hizo la única heredera del trono, había personas que intentaron alejarme de él.

Entre estas personas estuviste tú, Felipe, mi primer y único amor, aunque más lágrimas que sonrisas me diste...

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