15 de abril de 2011

XII

No todos estuvieron de acuerdo con eliminarme con tanta facilidad. Don Fadrique Enriquéz de Cabrera, que llevaba el hereditario nombre de almirante de Castilla, quería que le explicaras, Felipe, los motivos de esa solicitud. Era un hombre de mucha energía, cuyo padre fue condenado al destierro por mi madre Isabel. Por si acaso prefería personalmente verificar mi condición mental. Recuerdo nuestra conversación. Estaba sentada en mi sala en el palacio en Mucientes, vestida en negro, cuando él entró. Le saludé inclinando la cabeza. Me sentía a gusto hablando con él. Pasamos dos días hablando, cada vez unas diez horas. El hombre no notó ningunos síntomas de mi enfermedad.
Entonces tú decidiste ir conmigo a Valladolid. La gente me saludó con mucho respeto y yo me comportaba orgullosamente, como la verdadera reina de Castilla, igual que se habría comportado mi madre. A ti no te gustó que me tratasen con tanta admiración pero yo pensaba: “¡Que vean que no soy una enferma mental!”. Además destruí uno de los dos guiones para enseñar que yo era la única digna heredera del trono.
Aunque tú y el arzobispo empujabais a las Cortes que me alejaran del poder, la institución no lo hizo y todos me juraron fidelidad. Sin embargo tú no lo respetaste, Felipe. Empezaste a regalar las posiciones altas a los Borgoñeses. Querías introducir el esplendor a Castilla aunque el Estado no tenía suficiente dinero. En consecuencia un montón de habitantes se indispuso contra ti.
Pero lo peor estaba aún por llegar. Sabes bien, a que me refiero, ¿verdad? ¡Quisiste parar el funcionamiento de la Inquisición! Mis padres, Isabel y Fernando, tantos años intentaban mantenerla para unificar el territorio dividido por causas religiosas, étnicas, políticas y económicas en un país con una monarquía absoluta. En agosto 1505 confirmaste un documento adecuado. ¡Pero lo hiciste no sólo en tu nombre sino también en el mío! Tu intervención en los asuntos de la Inquisición produjo mucha ansiedad entre los curas españoles.
Después de un mes de nuestra llegada a Valladolid, la tensión política se notaba mucho y entre nosotros tampoco hubo idilio. Hasta entonces ya habíamos tenido tantos conflictos, pero siempre nos perdonábamos por nuestro gran amor, ¿verdad? Ay… si pudieras hablar conmigo ahora… Tanto deseo oír que tu también me amas, igual que yo a ti, aunque nos separó la muerte… oír al menos una palabra de tus labios, que tan apasionadamente me besaban…
De Valladolid fuimos hacia Segovia. Cerca de Cogeces paré mi caballo, simulando la caída de él, por tener miedo de que me encarcelaras en un palacio local. Toda la noche andaba por el valle y al final permití que continuáramos el camino, en condición de ir en el destino a Burgos. Llegamos allí el día 7 de septiembre. Nos paramos en un palacio Condestable. Hiciste una alianza con el rey de Navarra, omitiendo a Fernando, que quiso unificar ese país con España. Esa alianza despertó el interés de mi padre. Él pensaba que querías aumentar el poder francés contra Navarra y amenazar a él.
El palacio donde vivíamos era muy magnífico. Lo nombran también Casa del Cordón, por el ornamento de cordón sobre la puerta. ¿Lo recuerdas? Es un símbolo cogido de los Franciscanos. Hubo también las crestas reales así que era un edificio muy importante. Sabes que allí mi madre acogió a Cristóbal Colón después de su primer expedición innovadora y que más tarde, Francisco I, el rey de Francia estuvo allí como un prisionero.  Pero entonces no pensábamos, ni tu ni yo, que ese lugar sería importante también por otra razón. Que iba a suceder algo horrible…
La portada de la Casa del Cordón

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