6 de abril de 2011

XI

¡Mi querido Felipe!  ¿Te acuerdas de nuestro viaje a Castilla en 1506? Lo empezamos con tantas ganas de visitar mi país natal. ¿Recuerdas que tus consejeros te decían que no era buen periodo para hacer viajes tan largos? ¿Por qué no les escuchamos? Mientras cruzábamos las aguas marítimas en el barco, empezó la tempestad. Nunca había visto algo parecido en toda mi vida. Un millón de rayos estrellándose en el agua, un millón de truenos rompiendo el cielo y un millón de olas golpeando nuestro barco. Cuando miré en tus ojos, Felipe, vi tanto miedo, que nunca había supuesto ver. El capitán gritaba a los marineros, todos los hidalgos y caballeros tan valerosos durante la guerra me parecían pequeños y desamparados como hojas en el viento. Te abracé y guardé en mis manos, sentí que temblabas de miedo. Me puse el mejor vestido y esperé a la muerte. Quería estar vestida como una reina, aunque me encontraran muerta.
Gracias a Dios todo terminó bien y felizmente llegamos a Inglaterra. Sin embargo la gente inglesa  no nos permitió bajar los barcos. De manera más indigna nos mandaron que nos quedáramos a bordo y sólo nos vendieron cosas necesarias para sobrevivir, además con presios tan altos... Me robaron muchas cosas: mis vestidos, mis riquezas… No les importó que éramos reyes.
Nos ayudó el rey Enrique VIII, marido de mi querida hermana Catalina. Pero en este momento de la historia llegamos al asunto que nunca te voy a perdonar. Gozando con fervor todo lo que nos ofreció Enrique, te olvidaste de mi. El castillo de Windsor te interesaba más que tu mujer, tan sola en aquel momento. No te diste cuenta de que Enrique aprovechaba tu presencia y hacía todo para firmar un pacto nuevo con Flandes.
¡Estuve tan feliz cuando abandonamos Inglaterra! Pero habría de ser tonta si hubiera pensado que habían acabado nuestros problemas. Empezaste una guerra con mi padre. La guerra por el trono de Castilla. ¡El trono que yo me lo merecía! Lo observaba con mucha atención oyendo de todos lados que estaba loca. ¡Qué injusticia!
Me amabas, Felipe, pero tu verdadero amor era el poder. Al final de la guerra, en la conocordia de Villafáfila, te aliaste con mi padre y los dos decidisteis no podía meterme en la política “por causa de mis enfermedades y pasiones”. ¿Cómo pudiste hacerlo, mi amor?


Mi hermana Catalina y su marido - Enrique VIII

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