24 de marzo de 2011

IX

Era junio cuando por fin conseguí  llegar a Bruselas. Te echaba de menos muchísimo, mi amor, todo el tiempo que no nos vimos. Las tentaciones que te rodeaban entonces no te dejaron vivir en paz. Enturbiaron tu corazón y tu cuerpo...  Desaparecieron la ternura y la paciencia que siempre tenías para mí, ya no me tratabas como antes.
¡Qué Dios guarde mi pobrecilla alma! Pronto me enteré de la causa...  Maldito sea ese día en el que tus bellos ojos vieron a esa diablosa. Maldito sea el pelo tan rubio que te tapó la luz del sol que te debía guardar y llevar por los senderos de la honradez.
¿Por qué me lo hiciste, Felipe, mi único y gran amor? Para mí no había nada más importante que tú en todo el mundo. ¿Por qué buscaste la felicidad en brazos de otra si yo te di todo lo que podías desear?
Acompañada por la desesperación enorme visité a esa mujer en su casa. Entendí por qué te había hechizado. Su apariencia tan delicada que casi parecía un angelito... Y eso lo habría pensado yo si no hubiera sabido que el alma se lo había regalado el diablo. Su pelo pronto cubrió el suelo. Mandé cortarlo.
Lo que luego hiciste tú, Felipe, todavía me hace llorar con las lágrimas ardientes... La discusión muy grave degeneró en violencia. Por primera vez mi cuerpo conoció la fuerza del tuyo. No hubo nada de la antigua ternura en esos toques...
La desesperación que hospedaba en mi vida desde aquel momento profundizó tras la muerte de mi madre. Fue el  día 26 de noviembre del año 1504. Dejó ese mundo pensando que estuve loca por escuchar las palabras engañosas que hubieran llegado a sus oídos.
Según la ley de sucesión, nos quedamos reyes de Castilla. Mi padre, el mismo día que murió Isabel, me proclamó la reina. Pero con la apertura de su testamento todo el mundo se enteró de que Fernando de Aragón, mi padre, sería el regente de Castilla. Eso fue lo que decidió Isabel.
Lo hizo por pensar que su hija Juana estaba loca…

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