25 de abril de 2011

XIII

Lo que pasó en Burgos cambió mi vida para siempre. Ojalá hubiera muerto yo en vez de ver mi flor querida marchitando en mis manos. Desde aquel día fatal me hago preguntas a las que no existen respuestas.
Lo recuerdo perfectamente… El jueves, día 17 de septiembre, te despertaste cansado y malhumorado. Pensaba que eran los problemas políticos que te hacían sentir mal. Los nobles castellanos y el alto clero ya no ocultaban su gran antagonismo contra ti, se oía a gente susurrar que me aislabas  forzosamente, la política de mi padre hacía a otros reyes volver la espalda a ti... Todo llevaba a una inevitable guerra civil.
Sin embargo no dejaste llevar la vida normal llena de fiestas y placeres. El mismo jueves fuiste a cazar. ¿Por qué no dijiste a tus médicos que entonces ya sentías la fiebre? ¿Tanto te molestaba admitir que tú, Felipe el Hermoso, el Fuerte, el Invencible… que tú estabas perdiendo la lucha con la enfermedad?
El sábado resultó imposible ocultar más la inesperada pérdida de fuerzas. Tu cuerpo temblaba en escalofríos. Hasta el domingo empezaste a sentir dolor en un costado y escupir con la sangre. Sólo Dios sabe cuánto miedo sentí al ver tu sangre oscura en la sábana blanca de tu cama.
Desde entonces no te abandoné en ningún  momento, seguía despierta, sin descanso, la única fiel de tus mujeres, mirando con amor tu rostro que tan rápidamente perdía su brillo. Ni una lágrima mojó mis mejillias pálidas, ni una mueca de dolor turbó la calma pintada en mi rostro.
Mi tranquilidad provocó rumores. Gente indigna decía que yo, la que más te amaba, te había envenenado por haberte visto con otras mujeres. Otros decían que fue mi padre quien te había matado por causas políticas. Cada acusación se clavaba en mi corazón como un estilete. Pero yo seguía cuidándote hasta la muerte aguantando el susurro acusatorio con dignidad de la reina.
Fui la persona a la que regalaste la última mirada. Mirada llena de miedo y de amor. Me rogaste con aquel grito silencioso que te salvara. Pero lo único que pude hacer fue inclinarme y poner el último beso en tus labios fríos.
No quise permitir que otros se encargasen de organizar celebraciones funerarias. El papel de tu mujer me obligó a hacer todo lo posible para que tu entierro fuera digno a tu condición. Tu cuerpo puesto en un catafalco fue vestido en la mejor prenda decorada con joyas. Estuviste hermoso con la piel pálida y los ojos cerrados. Parecía que te despertarías con un tacto de mi mano tierna. No me dejaron tocarte. No me dejaron estar contigo. “La reina está loca” decían alejándome de ti.
Te pusieron en el trono y te rodearon los monjes cantando canciones de luto. El sonido de canciones monótonas, el ver de tu cuerpo vestido en oro, puesto en el trono, rodeado por los monjes, tan hermoso, tan quieto… Todo eso me hizo sentir vertigo. Ya no veía el mundo externo. Cerré mi alma y volví la espalda a la vida terrenal que ahora perdió sentido.
Me quedé tranquila e inmóvil en un dolor incesante que dura hasta ahora. Y sólo el eco en la torre de Tordesillas repite mi pregunta: ¿Por qué me abandonaste, Felipe?

15 de abril de 2011

XII

No todos estuvieron de acuerdo con eliminarme con tanta facilidad. Don Fadrique Enriquéz de Cabrera, que llevaba el hereditario nombre de almirante de Castilla, quería que le explicaras, Felipe, los motivos de esa solicitud. Era un hombre de mucha energía, cuyo padre fue condenado al destierro por mi madre Isabel. Por si acaso prefería personalmente verificar mi condición mental. Recuerdo nuestra conversación. Estaba sentada en mi sala en el palacio en Mucientes, vestida en negro, cuando él entró. Le saludé inclinando la cabeza. Me sentía a gusto hablando con él. Pasamos dos días hablando, cada vez unas diez horas. El hombre no notó ningunos síntomas de mi enfermedad.
Entonces tú decidiste ir conmigo a Valladolid. La gente me saludó con mucho respeto y yo me comportaba orgullosamente, como la verdadera reina de Castilla, igual que se habría comportado mi madre. A ti no te gustó que me tratasen con tanta admiración pero yo pensaba: “¡Que vean que no soy una enferma mental!”. Además destruí uno de los dos guiones para enseñar que yo era la única digna heredera del trono.
Aunque tú y el arzobispo empujabais a las Cortes que me alejaran del poder, la institución no lo hizo y todos me juraron fidelidad. Sin embargo tú no lo respetaste, Felipe. Empezaste a regalar las posiciones altas a los Borgoñeses. Querías introducir el esplendor a Castilla aunque el Estado no tenía suficiente dinero. En consecuencia un montón de habitantes se indispuso contra ti.
Pero lo peor estaba aún por llegar. Sabes bien, a que me refiero, ¿verdad? ¡Quisiste parar el funcionamiento de la Inquisición! Mis padres, Isabel y Fernando, tantos años intentaban mantenerla para unificar el territorio dividido por causas religiosas, étnicas, políticas y económicas en un país con una monarquía absoluta. En agosto 1505 confirmaste un documento adecuado. ¡Pero lo hiciste no sólo en tu nombre sino también en el mío! Tu intervención en los asuntos de la Inquisición produjo mucha ansiedad entre los curas españoles.
Después de un mes de nuestra llegada a Valladolid, la tensión política se notaba mucho y entre nosotros tampoco hubo idilio. Hasta entonces ya habíamos tenido tantos conflictos, pero siempre nos perdonábamos por nuestro gran amor, ¿verdad? Ay… si pudieras hablar conmigo ahora… Tanto deseo oír que tu también me amas, igual que yo a ti, aunque nos separó la muerte… oír al menos una palabra de tus labios, que tan apasionadamente me besaban…
De Valladolid fuimos hacia Segovia. Cerca de Cogeces paré mi caballo, simulando la caída de él, por tener miedo de que me encarcelaras en un palacio local. Toda la noche andaba por el valle y al final permití que continuáramos el camino, en condición de ir en el destino a Burgos. Llegamos allí el día 7 de septiembre. Nos paramos en un palacio Condestable. Hiciste una alianza con el rey de Navarra, omitiendo a Fernando, que quiso unificar ese país con España. Esa alianza despertó el interés de mi padre. Él pensaba que querías aumentar el poder francés contra Navarra y amenazar a él.
El palacio donde vivíamos era muy magnífico. Lo nombran también Casa del Cordón, por el ornamento de cordón sobre la puerta. ¿Lo recuerdas? Es un símbolo cogido de los Franciscanos. Hubo también las crestas reales así que era un edificio muy importante. Sabes que allí mi madre acogió a Cristóbal Colón después de su primer expedición innovadora y que más tarde, Francisco I, el rey de Francia estuvo allí como un prisionero.  Pero entonces no pensábamos, ni tu ni yo, que ese lugar sería importante también por otra razón. Que iba a suceder algo horrible…
La portada de la Casa del Cordón

6 de abril de 2011

XI

¡Mi querido Felipe!  ¿Te acuerdas de nuestro viaje a Castilla en 1506? Lo empezamos con tantas ganas de visitar mi país natal. ¿Recuerdas que tus consejeros te decían que no era buen periodo para hacer viajes tan largos? ¿Por qué no les escuchamos? Mientras cruzábamos las aguas marítimas en el barco, empezó la tempestad. Nunca había visto algo parecido en toda mi vida. Un millón de rayos estrellándose en el agua, un millón de truenos rompiendo el cielo y un millón de olas golpeando nuestro barco. Cuando miré en tus ojos, Felipe, vi tanto miedo, que nunca había supuesto ver. El capitán gritaba a los marineros, todos los hidalgos y caballeros tan valerosos durante la guerra me parecían pequeños y desamparados como hojas en el viento. Te abracé y guardé en mis manos, sentí que temblabas de miedo. Me puse el mejor vestido y esperé a la muerte. Quería estar vestida como una reina, aunque me encontraran muerta.
Gracias a Dios todo terminó bien y felizmente llegamos a Inglaterra. Sin embargo la gente inglesa  no nos permitió bajar los barcos. De manera más indigna nos mandaron que nos quedáramos a bordo y sólo nos vendieron cosas necesarias para sobrevivir, además con presios tan altos... Me robaron muchas cosas: mis vestidos, mis riquezas… No les importó que éramos reyes.
Nos ayudó el rey Enrique VIII, marido de mi querida hermana Catalina. Pero en este momento de la historia llegamos al asunto que nunca te voy a perdonar. Gozando con fervor todo lo que nos ofreció Enrique, te olvidaste de mi. El castillo de Windsor te interesaba más que tu mujer, tan sola en aquel momento. No te diste cuenta de que Enrique aprovechaba tu presencia y hacía todo para firmar un pacto nuevo con Flandes.
¡Estuve tan feliz cuando abandonamos Inglaterra! Pero habría de ser tonta si hubiera pensado que habían acabado nuestros problemas. Empezaste una guerra con mi padre. La guerra por el trono de Castilla. ¡El trono que yo me lo merecía! Lo observaba con mucha atención oyendo de todos lados que estaba loca. ¡Qué injusticia!
Me amabas, Felipe, pero tu verdadero amor era el poder. Al final de la guerra, en la conocordia de Villafáfila, te aliaste con mi padre y los dos decidisteis no podía meterme en la política “por causa de mis enfermedades y pasiones”. ¿Cómo pudiste hacerlo, mi amor?


Mi hermana Catalina y su marido - Enrique VIII